miércoles, 4 de junio de 2014

¡YA VOY!




  Vivíamos en un barrio donde había más  de un chico salvaje. Eran de aquellos niños, a los cuales se les notaba que pintaban para buenos, pero mientras  tanto había que lidiar con sus travesuras. Algunas se podían interpretar como al límite de la delincuencia. Otras no tanto,  aunque suficientes  para  desquiciar  a algún adulto. Y luego las picardías, más tolerables y graciosas, que tampoco faltaban, y creí en lo que voy a relatar ser víctima de alguna de aquellas diabluras.
  Los sábados por la mañana yo empezaba las tareas del hogar muy temprano, especialmente el lavado de ropa que se extendía; en todo su proceso;  hasta el día siguiente para poder, de este modo dejar todo listo y recibir; mis hijos y yo;  al desacreditado lunes. 
  El lavadero  estaba a mitad del patio separado de la casa, y su ventana quedaba enfrentada con la ventana de la pieza.  Era rutinario de los fines de semana, que mis hijos  empezaran a llamarme desde allí porque ya se habían despertado, habían jugado en  su habitación y era hora de  levantarse.
  Entre risas, sujetos a la reja mientras saltaban en la cama, los tres al unísono gritaban mamá, y yo intentando no empaparme más de lo que ya estaba, levantaba los brazos, les hacía señas con las manos al mismo tiempo que les gritaba ya voy con las “y” griegas alargadas por segundos.  Que quede claro que hasta que yo no fuera, el “mamaaaá “y el yyya voyyyyy”  se repetían  incesantemente  cual estribillo de canción.
  Aquel  sábado, después de nuestra infaltable cantinela,  escuchamos desde uno de los patios vecinos repetir  el “yyaa voyyyy” a modo de burla. Sonaba fuerte y rústico, como si al momento de gritar estuviese también haciendo gárgaras y además  carraspeara. Mientras tanto el tono de mi cara pasaba de rosado a bordo de indignación  y mi audición se agudizaba a medida que apuntaba la oreja en dirección a los  patios vecinos. Quería descubrir quién era el -  ¡insensato! – que se divertía a costa mía, entretanto lo repetía con desenfreno.
  Mis hijos interrumpieron su reclamo y quedaron en suspenso, escuchando al burlón y viendo mi  cara.  Entonces no soportando más  y sin darme el tiempo para buscar nada con que subir al tapial, me trepé a él como pude para descubrir al mequetrefe.
  Cuándo logré ver a ese mal bicho, y escuchar otra vez cómo lo repetía en mi propia cara, lo único que pude hacer es dejarme caer al suelo.
  La sorpresa y la tentación me invadieron. Entre  los ahogos espasmódicos por mis carcajadas pude decirle a mis hijos -  El mal bicho es…es… ¡¡Es un papagayo!!
  Me levante y sin parar de reír, les dije- ¡Ahora sí  chicos! ¡Ya voy!...mientras me decía – al fin de cuentas era un salvaje de verdad. Pero segura de que otro salvaje lo había adiestrado.

  

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Bienvenidos a mi blog, los invito a dejar sus comentario y a compartirlo. Un saludo a todos