Tanta adrenalina desborda mi cuerpo. Amo la osadía de Manuel, cuando me invita a
disfrutar de la vida. — Amo a Manuel—. Estoy preparada para la aventura, en una hora
me pasa a buscar y partimos hacia el río más peligroso de la zona. Éste ha acunado
a unos cuántos en su lecho torrentoso y
lo ha hecho con tanto esmero y egoísmo, que nunca más los ha devuelto. Por lo
menos con la vida que contaban. Nosotros
somos jóvenes, pero nos tenemos mucha confianza. Llegamos hasta el puente que
cruza el río, bajamos hasta sus pilares
hundidos en el agua. Desde allí empezamos
el viaje, donde más remolinos hay.
Atamos al pilote la cámara inflada del camión, que es nuestra
embarcación, nos tiramos al río como para embocar justo dentro y nos acomodamos
en nuestro bote ocupando el acuoso círculo. Ya estamos frente a frente y soltamos
la amarra. Somos tan felices, nada puede fallar. Nuestro extravagante flotador empieza a girar
en el torrente, gritamos y reímos de la
emoción, mientras cerramos los ojos para no marearnos y unos segundos después
paseamos enredados por su cauce emborrachándonos con las sensaciones, el amor, la aventura y los sueños. Qué más
puedo pedir.
Nos descuidamos
y en la curva más violenta nos hemos dado vuelta. Semejante error, el río, no
nos ha perdonado. Estando en medio de la turbulencia creyendo que moríamos lo escuché gritar —no te separes, quédate conmigo—. Y luego murmurar sin poder creerlo—, tantos
años que remontamos el río—.
Hicimos algunos manotazos en la desesperación
pero el río no nos dejó opción. Quedamos en orillas diferentes. Hemos
sobrevivido, pero el río no nos ha devuelto con la vida que contábamos.
Ya pasó el tiempo, estoy en la misma ribera y el murmullo, se ha ahogado.
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