Vivíamos en un barrio donde había más de un chico salvaje. Eran de aquellos niños,
a los cuales se les notaba que pintaban para buenos, pero mientras tanto había que lidiar con sus travesuras.
Algunas se podían interpretar como al límite de la delincuencia. Otras no tanto,
aunque suficientes para
desquiciar a algún adulto. Y
luego las picardías, más tolerables y graciosas, que tampoco faltaban, y creí
en lo que voy a relatar ser víctima de alguna de aquellas diabluras.
Los sábados por la mañana yo empezaba las
tareas del hogar muy temprano, especialmente el lavado de ropa que se extendía;
en todo su proceso; hasta el día
siguiente para poder, de este modo dejar todo listo y recibir; mis hijos y yo; al desacreditado lunes.
El lavadero estaba a mitad del patio separado de la casa,
y su ventana quedaba enfrentada con la ventana de la pieza. Era rutinario de los fines de semana, que mis hijos
empezaran a llamarme desde allí porque
ya se habían despertado, habían jugado en
su habitación y era hora de
levantarse.
Entre risas, sujetos a la reja mientras
saltaban en la cama, los tres al unísono gritaban mamá, y yo intentando no
empaparme más de lo que ya estaba, levantaba los brazos, les hacía señas con
las manos al mismo tiempo que les gritaba ya voy con las “y” griegas alargadas por
segundos. Que quede claro que hasta que
yo no fuera, el “mamaaaá “y el yyya voyyyyy”
se repetían incesantemente cual estribillo de canción.
Aquel
sábado, después de nuestra infaltable cantinela, escuchamos desde uno de los patios vecinos
repetir el “yyaa voyyyy” a modo de
burla. Sonaba fuerte y rústico, como si al momento de gritar estuviese también
haciendo gárgaras y además carraspeara. Mientras
tanto el tono de mi cara pasaba de rosado a bordo de indignación y mi audición se agudizaba a medida que
apuntaba la oreja en dirección a los
patios vecinos. Quería descubrir quién era el - ¡insensato! – que se divertía a costa mía,
entretanto lo repetía con desenfreno.
Mis hijos interrumpieron su reclamo y
quedaron en suspenso, escuchando al burlón y viendo mi cara.
Entonces no soportando más y sin
darme el tiempo para buscar nada con que subir al tapial, me trepé a él como
pude para descubrir al mequetrefe.
Cuándo logré ver a ese mal bicho, y escuchar
otra vez cómo lo repetía en mi propia cara, lo único que pude hacer es dejarme
caer al suelo.
La
sorpresa y la tentación me invadieron. Entre
los ahogos espasmódicos por mis carcajadas pude decirle a mis hijos - El mal bicho es…es… ¡¡Es un papagayo!!
Me levante y sin parar de reír, les dije-
¡Ahora sí chicos! ¡Ya voy!...mientras me
decía – al fin de cuentas era un salvaje de verdad. Pero segura de que otro
salvaje lo había adiestrado.
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